domingo, 5 de agosto de 2007


Ellos se amaban y correspondían. Les iba bien. Ella era un cliché de buena familia, y el ganaba un jugoso cheque mes a mes por su trabajo en el periódico del momento. Se conocieron en la misa del domingo, en el centro. Muchas familias saludándose, viudas respetables sonriendo alegremente y niños jugando a correr entre las montañas, como llamaban ellos a la gente qué se hacia montones y conversaba a buena distancia en el frente de la Iglesia.

Se vieron por primera vez y quedaron fulminados. El andaba con la familia de su jefe, personas respetables. Ella, con su propia familia, venerables terratenientes de vinoso apellido. A la semana siguiente comenzaron a hablarse, se extrañaban semana a semana hasta que él decidió invitarla a pasear. Llego en su funcional Ford T, verde y lustroso, cuidado con increíble esmero por el periodista. Fue una velada tranquila, comenzaron su noviazgo poco después.

En el verano fueron a Las Cruces, al sector norte. Paseo de familia donde todos contemplaron tranquilos el dulce mar de la Playa Grande.

-Donde está?- pregunto ella a la hora del Rosario, momento culmine de toda actividad recreativa en las Cruces Norte.
-Se desapareció mi hijita- le respondió la criada, escandalizada por la ausencia del caballerito a la Santa Actividad.

A la mañana siguiente lo vio llegar. Ojeroso, débil, pálido. El príncipe azul de buen sueldo y modales rectos pareciera haber mutado por la noche sin volver a su estado natural, o quedando en medio de una perturbadora metamorfosis, ni bien ni mal.
No quiso dar explicaciones, se mantuvo apartado todo el día, y el día siguiente. Era hosco con su amada y parecía aburrirse con facilidad.
Noche a noche desaparecía, sin previo aviso, y esquivaba de cualquier forma cualquier pregunta sobre el tema.

Un día ella decidió seguirlo. Vistió un grueso echarpe negro y salio tras el sin llamar la atención. Atravesaron juntos algunas cuadras, a ratos ocultándose. Él se daba vuelta constantemente, y ella se metía en cuanto callejón había a su alcance.

Todo Las Cruces Norte estaba en silencio, a oscuras. Las familias dentro de las casas rezaban el rosario con devoción absoluta. Antes de cruzar el límite, él se dio vuelta y miro con ironía las grandes casas señoriales. Luego la vereda y entro en el territorio de Las Cruces Sur.

El bullicio de las fiestas en cada casa y cada calle pareció confundir a nuestra dama, quien miro a cada lado tratando de seguirle el hilo a la realidad. Había olor a asado, a vino navegado y a jazz. Rápidamente su amado entro en una casa y saludo a todos con amigable familiaridad. “¡era hora!” le espetaban algunos alegremente. Ella no entendía nada, pero ahí estaba su novio, bailando, bebiendo y riendo junto a un mundo al que jamás ella había pertenecido.

De vuelta en Santiago, en un paseo en auto, a solas cerca del cerro San Cristóbal. (Donde nos es retratada la foto en cuestión) él la miro ardientemente y le dijo: “tengo algo que decirte”
Pero jamás pudo completar la frase. La policía iluminaba el auto y vociferaba apuntando con sus revólveres de muerte: “¡Bajen del auto mierda! ¡Pedro López Catrileo, queda detenido por tener vínculos con militantes comunistas!”

Y se lo llevaron. Tenía a la sazón 27 años y trabajaba como reportero del diario Oficial. La policía del presidente Gabriel Gonzáles lo recluyo en Pisagua, de donde jamás volvió.

Ella le guardo luto por algunos siglos. Entro a las monjas carmelitas al no resistir que sus padres la obligaran a casarse con otro.

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